Archivos para abril 2023

Ante el sagrario vacío. Jueves Santo

La liturgia vespertina del Jueves Santo se celebra en la hora de las primeras Vísperas del Triduo Pascual, como pórtico solemne que abre e ilumina los misterios que se celebrarán en los tres días siguientes. Tiene, por tanto, carácter anticipatorio: de la misma forma que Cristo anticipó ritualmente en la última Cena lo que iba a realizar históricamente en la Cruz y resurrección, así también se anticipa en la Eucaristía vespertina de este día lo que se celebrará más propiamente del Viernes Santo al Domingo de resurrección. Junto con la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, el mandato del Señor del amor fraterno es el gran misterio en que insiste la liturgia del Jueves Santo.

El sagrario vacío que contemplamos hoy en tantas iglesias recuerda aquella nada primordial, a partir de la cual Dios dio inicio al ser de toda la creación material, inaugurando así la historia de la salvación. Una nada en la que “el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1,2). Ahora, una nueva nada, simbolizada en el sagrario abierto y vacío, preludia una nueva creación y anuncia el momento culminante de esa historia de salvación que es el misterio pascual que se va a celebrar en los días del Triduo Santo. A partir de la obra de Cristo, el Espíritu Santo da inicio a su obra, recreando por la gracia, de forma nueva y más plena, todo lo que el pecado había desordenado. También la virginidad de María se asemeja a aquella primera ‘nada’ primordial de la que surgió la creación material. Ahora, en esa nueva ‘nada’ virginal, comienza, por la encarnación del Verbo, una nueva creación, la recreación del hombre y de todas las cosas. La fecundidad divina hizo salir del seno del Padre toda la creación del principio; esa misma fecundidad hizo salir del seno virginal de María esta nueva creación y este nuevo principio. Así has de ponerte hoy tú también ante el Señor, como ese sagrario vacío y abierto, pronto y dispuesto para que entre en él esa gracia nueva con la que el Espíritu recrea y renueva tu vida y todas las cosas.   

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Los cambios de planes

¡Cuántas veces nos quejamos de lo desconcertante que es el Señor! Cuántas situaciones humanamente absurdas o incomprensibles hemos de vivir con la certeza de que en ellas estamos haciendo la voluntad de Dios. Cuántos cambios de planes, porque las circunstancias nos obligan contra nuestro deseo, parecer y voluntad, en los que nuestra poca fe no es capaz de atisbar la acción misteriosa y providente de Dios. Cuántas pataletas y rabietas inútiles cuando las cosas no salen según nuestro criterio o según lo que habíamos planeado y como lo habíamos planeado. Se nos olvida fácilmente que, por encima de nuestros planes, que suelen moverse muy a ras de suelo, planean en la altura los planes de Dios. Es más, sólo existe un plan, el de Dios, al que nosotros deberíamos acomodar constantemente todos nuestros planes, proyectos y decisiones.

Descubrir ese proyecto de Dios sobre mi vida y vivir de acuerdo con él debería ser nuestra mayor ambición, si queremos aprovechar a fondo este poco de vida que Dios nos concede. No esperes a que Dios cambie tus planes. Adelántate tu a cambiarlos, para que tu vida sea realmente un constante buscar sólo y siempre la voluntad de Dios. No quieras tu que sea Dios quien se acomode a tus planes y criterios.

Piensa cuántos cambios de planes se sucedieron en la vida de José, en la de María, en la de los apóstoles, en la de tantos enfermos que se acercaron a Jesús, en aquellas mujeres que dejaron todo para acompañar al Maestro, en la de tantos que, hasta que se encontraron con el Señor, vivían anodinamente, sin complicarse la vida. El Señor siempre tuvo un único plan, el del Padre, el mismo que aceptó contra su voluntad en Getsemaní y que llevó a su cumplimiento en la cruz. 

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«He deseado comer esta pascua con vosotros» (Lc 22,15). Miércoles de la Semana Santa

El Verbo hubo de hacerse carne para tener deseos a la medida humana. Hasta entonces sólo conocía los deseos a la medida divina, esos que anidaban en lo más íntimo del seno trinitario, en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu. Pero el Verbo hubo de hacerse carne para que los deseos de Dios cupieran también en el corazón pobre y quebradizo de los hombres. Aquel ardiente deseo de Cristo por celebrar la Pascua con sus discípulos escondía en la diminutas dimensiones de lo humano la sed y el anhelo eterno de ese corazón de Dios tan enamorado del hombre. Detrás del deseo de Cristo por celebrar la Pascua e instituir en ella la Eucaristía, estaba ese otro deseo mucho más profundo y amado que era hacer la voluntad del Padre. Pero estaba también el deseo de ti, pues nada de cuanto hizo el Señor en aquella Pascua y en toda su pasión sucedió sin que tu no estuvieras muy dentro de su alma.

Has de agrandar tu deseo de Dios a la medida del corazón de Cristo, si no quieres sucumbir a la tentación de la mediocridad y de un cristianismo ramplón y cumplidor. No hay amor allí donde dos enamorados no se buscan. Mira si en tu vida diaria buscas las cosas de Dios por encima de tus propios intereses, si no escatimas tu tiempo y tu alma para esa intimidad y compañía que Dios te pide. Si no buscas a Dios y deseas estar con El, quizá es que tu corazón politeísta está lleno de otros diosecillos que intentan usurpar el puesto que a Dios le corresponde. A la medida de tu deseo de Dios así será también la grandeza de tu alma y tu capacidad de Dios. 

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«Antes que el gallo cante» (Mt 26,34). Martes de la Semana Santa

Poco le duraron a Pedro los entusiasmos, propósitos y decisiones que había ido fraguando en su corazón fogoso durante aquella última Pascua que el Maestro acababa de celebrar. Toda la cena pascual fue tan desconcertante, tan sobrecogedora y nueva, en un clima de tanta intimidad con el Maestro, que los once apóstoles hicieron eco a Pedro confesándole ardientemente a su Señor que jamás le negarían y que estaban dispuestos a morir aquella noche con Él. Aquella última cena terminó bien entrada la noche y, a las pocas horas, en cuanto asomaron por el horizonte los primeros atisbos de juicio, flagelación y crucifixión, el miedo paralizó aquellos corazones débiles y asustadizos. Pedro negó al Maestro antes de que los gallos llegasen a cantar anunciando el alba y saboreó, entonces, la vergüenza y el dolor de haberse confiado en la fuerza autosuficiente de su propia soberbia.

Hay mucho de este Pedro en nosotros cuando nos entusiasmamos con el bien de las almas, el seguimiento de Cristo, la entrega apostólica o el atractivo por la oración pero, pasados los primeros fervorines, comenzamos a perder el gusto, la ilusión y el entusiasmo por las cosas de Dios. Y, sin embargo, en esa negación dolorosa y arrepentida de Pedro, el apóstol ofreció a su Maestro un amor mucho más grande, más realista, más maduro, más precioso, que aquel que, horas antes, había demostrado en el Cenáculo.

El Señor no cambia. Somos nosotros los que cambiamos al vaivén de nuestros estados de ánimo, problemas, dificultades, sentimentalismos o conveniencias. Tu amor a Dios ha de pasar del sentimiento a las obras y de las ideas a la vida, si no quieres estancarte en un amor infantil e inmaduro que no es capaz de llegar a la Cruz.

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Orar por la Iglesia

En el seno virginal y materno de María se gestó, desde los inicios de la encarnación, todo el misterio de la Iglesia. Nadie como Ella supo prodigar al Cuerpo místico de Cristo, nacido del costado abierto en la Cruz y del don del Espíritu Santo en Pentecostés, el mismo cuidado materno con que rodeó y amamantó aquella carne virginal de Cristo nacida de sus entrañas. Por su maternidad espiritual y universal, Ella acompaña hoy y siempre a la Iglesia como Madre suplicante y eficaz intercesora ante el trono de Dios. Su incesante oración por la Iglesia se une perfectamente a la oración de Cristo en favor de su Esposa, la Iglesia. Ella es ahora la Madre que lleva en su seno a este nuevo Cristo que es la Iglesia en cada uno de sus miembros, en ti y en mi.

No te canses de orar y pedir por la Iglesia, especialmente por sus miembros más necesitados. Ella necesita de tu oración como el árbol necesita de la savia para florecer y verdear. En cada uno de sus escándalos, pecados, limitaciones humanas, partidismos, críticas, desobediencias y divisiones, besa las llagas doloridas de esta Madre, que gime con dolores de parto por la santidad de cada uno de sus hijos. Ora en especial por tu iglesia diocesana, la que te ha visto nacer y crecer, y en la que cada día debes hundir esa semilla de tu vida llamada a dar tanto fruto. Esa es la Iglesia que hay que amar: la que te ha tocado vivir. Y esa es la Iglesia que desposó para siempre aquel Crucificado tan enamorado de nuestra debilidad y pecado.

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María rompió el frasco de alabastro (Jn 12,3). Lunes de la Semana Santa

En el culto de Israel, la vasija de barro en que se cocía el animal de los sacrificios era quebrado y roto después de la ofrenda. María de Betania había visto muchas veces romper aquellas preciosas vasijas que se habían utilizado en los sacrificios del Templo. Aquella tarde de cena, intuyendo con fina sensibilidad el peso y la congoja que el Maestro traía en el corazón, quiso acoger y consolar a su huésped con aquel precioso y exquisito perfume de nardo puro. No quiso entregárselo gota a gota sino que rompió ante todos el valioso frasco de alabastro bellamente tallado y ungió con el perfume la cabeza del Señor. El Maestro quedó sobrecogido y profundamente conmocionado por aquel gesto tan delicado y sencillo con el que aquella mujer estaba anunciando la pasión del Señor. Muy pronto habría de romperse esa otra preciosa vasija de alabastro, que era el cuerpo de Cristo, en la que había de ofrecerse la verdadera víctima y el verdadero sacrificio, para que el perfume del Verbo, el Espíritu Santo, impregnara todo del buen olor de Cristo.

Sólo si el frasco se rompe puede salir el perfume que hay en su interior. Pero, fascinados por la belleza de lo externo y aparente, nos olvidamos, quizá, de que la verdadera riqueza está en el interior. Cuántos de nosotros preferimos entregar a Dios sólo un poco de nuestro tiempo, inteligencia, dinero o actividad, sin dejar que el verdadero frasco de alabastro se rompa, porque es lo que para nosotros tiene más valor. Hay que romper sobre todo nuestro interior, ese rico alabastro del alma que esconde y guarda lo más precioso de ti. Eso es lo que has de entregarle a Dios si quieres ser una pequeña Betania para Él. Pero ¿te has preguntado alguna vez qué tipo de perfume saldrá de tu alma si rompes tu alabastro?

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Llevar las cargas de los demás

No hay carga más dulce de llevar que la que guarda en su seno esa madre gestante que va a dar a luz. Cobijado en sus entrañas, el hijo es hijo porque sabe descansar en el seno escondido de su madre. Dios también se hizo hijo y fue llevado, cargado como hijo. Qué carga tan grande y tan dulce para María la de este Hijo que llevó en su seno purísimo. Y así, llevado como hijo, se preparaba el Verbo para cargar sobre sí todo el peso de nuestro pecado. Llevó en su seno todo el peso de la redención, cargando en sus entrañas, como se carga con el hijo, aquella cruz que había de dar tanta vida a tu alma.

¿Cómo no llevar y soportar así, con entrañas de madre, con las entrañas del Verbo encarnado, esas cargas y cruces que los demás necesitan descansar en ti? ¿No ves que cada problema, cada dolor, cada sufrimiento y prueba de los que te rodean deberías tu sentirla y acompañarla como una madre siente y acompaña en sus entrañas al hijo nascituro? Dios lleva tus cargas; lleva tú las de los demás y experimentarás algo de aquella dolorosa dulzura de Cristo llagado cuando cargaba con la Cruz. El amor hace liviano todo peso. Y por amor, has de llevar en tu alma las cargas y cruces de los demás, como María llevó en su seno aquel Hijo de sus entrañas. Has de amar la cruz de Cristo en los demás y ser en ellos ese pequeño cireneo de Dios. Y que tu amor sea para ellos el descanso y alivio que Dios les ofrece a través de ti.

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Domingo de Ramos. «La gente extendió sus mantos por el camino» (Mt 21,8)

Otros, dice el evangelista, cortaban ramas de los árboles y las tendían sobre el suelo para que pasara sobre ellas aquel pollino que llevaba sobre sus lomos al Señor. Así, entre las aclamaciones y la euforia de las gentes, entró Jesús en Jerusalén. Aquel día los apóstoles se sintieron más orgullosos que nunca de su Maestro pues, por fin, toda la gente hablaba bien de ellos, se había extendido la fama y el poder de sus milagros y había llegado ya el reconocimiento público de aquel que era del linaje real de David. Viendo a casi toda la ciudad de Jerusalén aclamando al Maestro de aquella manera, los discípulos pensaron que, por fin, había llegado el momento de hacer carrera y decidirse ya de una vez a seguir a aquel Maestro que tan buen futuro parecía prometer.

A ti y a mi también nos resulta hermoso y atractivo el cristianismo cuando todas las cosas van a nuestro favor, todos nos entienden, nadie nos critica y parece que avanzamos caminando sobre una alfombra roja de reconocimiento y aplauso. Quisiéramos incluso que así fuera siempre nuestra vida cristiana y pensamos que cuando hay adversidades, dificultades, pruebas, dudas o luchas, Dios se ha escondido, nos ha dejado de su mano, es incapaz de cambiar la situación o, incluso, puede que ni exista. Nuestra continua tentación siempre será detener el evangelio en aquel momento de la entrada de Cristo en Jerusalén y arrancar las páginas que siguen, porque hablan de pasión, de Getsemaní, de flagelación y de Cruz. Y no nos damos cuenta de que arrancaríamos, entonces, las páginas que siguen, las más bellas del evangelio, que son las que hablan de resurrección y de gloria. No busques éxitos y triunfos humanos, fama y buena opinión de los demás, ni quieras un cristianismo de alfombra roja. Más bien, duda de esa bonanza en la que todo el mundo hable bien de ti, no sea que detrás de tantas alabanzas y adulaciones, descubras que, para muchos, no eres más que un vulgar pollino.

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«Todo lo ha hecho bien» (Mc 7,37)

La gente sencilla que escuchaba al Señor se asombraba de las cosas que hacía. Es verdad que tenían como referente sus curaciones y milagros, pero también en sus palabras había un halo de autoridad que nunca habían visto en ninguna otra persona. Jesús inflamaba sus almas con esa seguridad y esa paz de quien reconoce en cada uno de ellos eso que les inquieta y hace sufrir. Se trata de descubrir que todas esas circunstancias negativas no son un absoluto sino que hay que saber “descansarlas” en un corazón más grande, el del Señor.

También tú y yo nos preocupamos por hacer bien las cosas. Sin embargo, en ocasiones, ponemos más un empeño y un esfuerzo personal que un saber abandonarnos en la Providencia divina. ¿Qué significa esto? Lo nuestro es ser instrumentos. Por eso, hacer las cosas bien es vivir en la confianza filial de que todo está en Sus manos, no en las nuestras. Descubrir esa perfección sólo se alcanza cuando sabemos corresponder en el amor. Te equivocas, metes la pata, te derrumbas, te desanimas… ¡Sí!, también hay elementos objetivos, una enfermedad, un problema familiar, una acusación injusta… Pero, también todos esos momentos están depositados en el corazón de Jesús, que los asume y abraza para que sigas hacia la meta del Cielo. Nunca pienses que aquí, en la tierra, encontrarás la perfección (ni la tuya, ni la de los demás), porque sólo Cristo lo hizo todo bien.

En esto consiste la perfección, en que Él te amó primero, para que tú y yo descansemos en ese seno misericordioso de la ternura de Dios… ¡He ahí la manera de hacer las cosas bien!

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