No nos gusta que los demás nos compliquen la vida, que nos cambien nuestros planes, que nos obstaculicen nuestros intereses. Nos cuesta salir de nosotros mismos y estar disponibles para las necesidades de los demás. Y, no porque teóricamente no pensemos que tenemos que preocuparnos de ellos, sino porque nos puede la comodidad y el egoísmo de ir a lo nuestro y a nuestras cosas. También en las cosas de Dios que, al fin y al cabo, nos resultan ajenas y accesorias, nos dejamos llevar por la comodidad de una fe de mínimos, que está más al servicio de los propios intereses que de los planes de Dios. Nos asusta eso de tener que entrar por la puerta angosta y estrecha, y buscamos otras puertas y otros caminos que, aunque no lleven a ninguna parte, nos permitan vivir un Evangelio más a la medida de nuestro egoísmo.
La fe debe madurar y crecer en esas pequeñas renuncias y sacrificios que cuajan nuestro día a día. Porque podemos confundir la comodidad de vida con la ausencia de problemas, sin llegar a descubrir que es, precisamente, en esas dificultades y problemas donde el alma ha de crecer en el amor a Dios y a los demás. La Virgen Madre pronunció su Sí a Dios en el anuncio del ángel y José aceptó los planes misteriosos de Dios sobre su vida, sabiendo que se les iba a complicar la vida de una forma inimaginable. Los apóstoles no renunciaron a seguir al Señor, a pesar de las enormes dificultades y problemas que ello les supuso. Muchos enfermos fueron curados, sabiendo que su encuentro con el Maestro iba a ser una fuente de incomprensiones. Y el mismo Señor, que en Getsemaní quiso llegar hasta el fondo del sufrimiento y de la humillación, eligió continuar hasta la Cruz, en donde queda curado todo nuestro egoísmo instalado y comodón.
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