Los evangelistas son unánimes en señalar que eran numerosas las gentes y multitudes que seguían a Jesús. Entre ellos, siempre muchos enfermos, afectados por muy diferentes dolencias, buscando con ansiedad siquiera un poco de esa mirada o palabra que pudiera curarles. Todos querían cruzarse con su mirada, arrancarle una palabra sanadora, encontrarse con El, tocarle, para sentir el influjo de ese poder extraordinario y benéfico que salía de Él y que era capaz de sanar, en un instante, dolencias y enfermedades de muchos años.
A ti y a mi nos asusta también no tocar a Dios, no sentir ese poder extraordinario, casi mágico, que en un instante podría cambiar situaciones humanamente irreversibles y absurdas, sanar dolencias corporales y espirituales que no entendemos, concedernos eso que llevamos pidiendo desde hace tanto tiempo. Y como no conseguimos tocarle, como no vemos que Dios resuelva nuestros problemas con la rapidez y en el modo en que nos gustaría, nos viene el desánimo o la desconfianza, y terminamos por dar paso a la duda, al descontento y a la defección. Esa fe que sólo sabe apoyarse en lo que entiende y toca, en lo que ve y en lo que siente, en las seguridades humanas o espirituales, que camina sólo cuando sabe dónde va a apoyar el pie o cuándo sabe por dónde es conducida, que cree en el Dios que se fabrica a la medida de sus cortas entendederas, es demasiado inmadura y débil como para poder dar frutos de sólida y fecunda santidad.
Piensa cuánto amor al Padre y a los hombres hay en esa terrible noche interior de Cristo crucificado. Piensa cuánto amor a Cristo hay en esa tremenda noche interior de María permaneciendo junto a su Hijo en la cruz y contemplándolo muerto entre sus brazos. Piensa cuánto amor a Dios hay también en las noches de tu alma, en esos silencios interiores en los que parece que Dios calla, se esconde y hasta te abandona. Sólo cuando el alma deja de tocar a Dios puede El tocarla a ella y sanar todas sus heridas y dolencias. Es ahí, en esas noches en las que no tocas a Dios, cuando la fe se agiganta y el amor, movido por las alas del deseo de Dios, crece hasta alturas insospechadas de intimidad divina.
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