Archivos para diciembre 2022

Un año más y un año menos

Un año que acaba es un año más que hemos vivido y un año menos que nos queda para entrar en la eternidad. Celebramos el tiempo que pasa pero nos olvidamos de celebrar la eternidad que se acerca. Nuestro tiempo tiene la misteriosa peculiaridad de ser un continuo ayer. Existe sólo en ese fugaz instante presente que, mientras lo vivimos, se nos va escapando inexorablemente hacia la nada y el recuerdo. Pero el tiempo de Dios, en el que toda mi vida es un inexplicable ahora, me espera inconmovible más allá de los límites temporales de esta breve y estrecha vida.

Esta vida es demasiado corta y limitada como para que explique por sí sola el sentido de nuestra existencia. ¿Cómo podemos vivir ahogando en los límites de unos pocos años que dura nuestra vida los deseos de infinito que anidan en lo más profundo de nuestro corazón? ¿No ves que tu alma sueña cada día por poseer y gustar lo infinito y lo que no pasa? ¿No ves que, al final, los pocos o muchos años que dura tu vida dejan un poso de insaciable añoranza de algo que no sea tan efímero y pasajero?

El tiempo, mi tiempo, camina imparable hacia el Dios de la eternidad. No dejes que los instantes de tu vida sean momentos de tiempo vacío. Llena tu tiempo y tu vida de esa eternidad de Dios desde la que cobran verdadero relieve y sentido todas las cosas. ¿Qué es un puñado de tiempo al lado de la inmensa eternidad que nos espera? Y, sin embargo, en ese poco de tiempo, en cada uno de los instantes del día, te juegas toda una eternidad. Aviva tu esperanza y tu deseo del cielo, porque Dios fuiste creado. No entierres en vano el talento de esta vida pues tu amo te lo entregó para que diera frutos de vida eterna.  

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«Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz»

Son muchos los deseos que querríamos cumplir en esta vida: viajes, proyectos, personas por conocer… toda una retahíla de experiencias que justifiquen nuestras ganas de vivir, y nos permitan avanzar en la denominada sabiduría del mundo para dar sentido a nuestra existencia. Sin embargo, es también cierto que a pesar de las muchas cosas conocidas, por mucha experiencia adquirida, siempre hay algo que ansía nuestro corazón y que nunca somos capaces de darle en plenitud… ¿qué nos falta para ser plenamente felices? Los Evangelios nos hablan de un anciano, Simeón, que deseaba conocer al Mesías antes de morir. En la fiesta de la Purificación, María y José, junto con el Niño, fueron al Templo para cumplir con lo mandando por la Ley. Simeón cogió a Jesús entre sus brazos, y bendijo a Dios: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador…”. Continúa diciendo el evangelista que los padres de Jesús estaban admirados de lo que se decía de Él.

¿Qué diríamos tú y yo si tuviéramos en nuestras manos al mismo Hijo de Dios, si supiéramos que delante de nosotros se encontraba la misma salvación del mundo… mi propia salvación? La Navidad es una nueva oportunidad para volver a lo mejor de nosotros mismos, es decir, para redescubrir hasta qué punto Dios es capaz de darse a cada uno. Cada vez que acudo a la Eucaristía recibo a ese mismo Niño que Simeón sostuvo en sus brazos. Sí, tan humano como tú y como yo, y que gracias al poder de su divinidad se nos da como alimento cada vez que lo comemos. Ese privilegio no se puede comparar con nada de lo que desearíamos conocer en este mundo, porque Él es el Señor del tiempo y de la historia, la misma que hoy, en este momento, estamos viviendo. La única diferencia es que cuando nuestros ojos miran en el interior del alma al que es capaz de dar el verdadero y único sentido a nuestra existencia, descubrimos que ya nada más tiene importancia… y podemos decirle al Señor: “Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz”.

Pon tu corazón en manos de ese Niño, abrazándolo con ternura. Junto a María y José, te admirarás de los prodigios que realiza a través tuya… porque sólo te fías de Él.

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«No tenían sitio en la posada» (Lc 2,7)

Por aquellos días el albergue de Belén estaba lleno de viajeros que se dirigían hacia Jerusalén y otras ciudades vecinas. Como ciudadanos del Imperio, debían cumplir con aquel edicto de César Augusto que mandaba empadronarse en su ciudad natal a todos aquellos que residían en territorio imperial. Siendo José del linaje de David, también José y María se pusieron en camino hacia Belén, la ciudad de David, cuando se le cumplieron a María los días del parto. En el albergue de la pequeña ciudad todos refunfuñaban y criticaban con enojo y desagrado aquellas caprichosas órdenes con las que del emperador pretendía hacer alarde de su imperio y poder.

Aquella posada de Belén, que dio cobijo a las ambiciones y planes caprichosos de un emperador no podía albergar en sí la simplicidad y ocultamiento del misterioso plan de Dios que comenzaba ya a cumplirse en lo escondido y oculto del seno de una Virgen Madre. Un abismo incomprensible separa los planes de Dios y los planes de los hombres, la lógica humana y la lógica de Dios, el estilo del mundo y la forma de hacer de Dios. No hay sitio para Dios allí donde la ambición, la soberbia, el engreimiento, el egoísmo, la comodidad, la crítica o la vanidad de uno mismo ocupan el lugar que sólo corresponde a Dios.

Si en la posada de tu alma das cabida a todo eso no habrá sitio para que los planes de Dios sobre tu vida se cumplan y realicen en ti. Si en esa posada interior das rienda suelta a los edictos y sugerencias del pecado, tu mismo te convertirás en emperador y tirano de ti mismo. Y aunque construyas en torno a ti el más poderoso imperio a los ojos de los hombres, nunca será esa posada de tu alma suficiente pesebre para que en él pueda nacer Dios. El pecado nunca tendrá sitio para Dios. Tú, en cambio, has de hacerte pesebre, has de simplificar tu vida espiritual, si quieres que Dios tenga sitio en tu alma. Dios siempre busca esas pajas que el mundo no sabe apreciar, ese establo que nunca tendrá brillo y relumbrón ante los demás, ese rincón de Belén que pasó desapercibido a los ojos de tantos que por allí pasaron.

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Un pastor despistado

La Sagrada Escritura nos cuenta cómo el día del nacimiento del Hijo de Dios, los primeros en ser avisados de dicho acontecimiento fueron los pastores. “Gloria a Dios en el Cielo…”, proclamaron los ángeles a los que custodiaban el ganado al raso de la noche, y obedientes a los mensajeros de Dios, acudieron con la certeza de que aquello que habían escuchado era cierto… y se acercaron al pesebre con sus humildes presentes.

Sin embargo, lo que no cuentan los Evangelios, es que entre aquellos pastores había uno, bajito y rechoncho, que sin haber sido testigo directo de la Buena Nueva de los ángeles, acudió junto con sus colegas, pero con el sentimiento de aquel que dice: “a ver qué pasa”. Al llegar al sitio señalado, nuestro protagonista, sin ningún regalo entre las manos, se fue haciendo sitio entre sus compañeros, medio entre empujones, para contemplar en qué consistía el acontecimiento… Una mujer joven que no apartaba su mirada de un recién nacido, medio adormecido entre pajas, un varón no entrado en años y unos animales que con su aliento prestaban su calor a la fría noche, eran los destinatarios de las miradas de los recién llegados. ¿Qué era ese espectáculo?, ¿por qué tanta admiración?… y, además, todos se iban arrodillando ante ese niño, uno a uno, mientras depositaban sus objetos (alimentos, corderillos…) a los pies de aquel a quien adoraban.

Fue entonces, cuando nuestro pastor, bajito y rechoncho, fijó su mirada en los ojos de aquel recién nacido, y quedó absorto. Su despiste le había llevado a ese lugar, y ahora quedaba prisionero de la “magia” de un ambiente que le hacía elevarse hacia lo más alto… se acercó al niño, y lo besó en la frente. El niño sonrió, le cogió el dedo pulgar, y se puso a jugar con él… el pastor reconoció en esa mirada al mismo Dios que, con extremada sencillez, le invitaba a entrar en su vida… la humildad de esa escena, con cada uno de esos personajes, sería a partir de entonces el trono donde cualquier gloria humana acabará en incomprensión, cuando se es incapaz de aceptar lo único que sí vale la pena: hacer sonreír al mismo Dios.

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Ser pequeños para crecer

El milagro de un Dios hecho niño, carne de nuestra carne, es algo que se escapa a cualquier lógica humana. Pero, ¿cuál es la lógica de Dios? No es otra, sino la sencillez. Imaginarnos a un Dios lejano y distante, guerrero y destructivo, no tiene nada que ver con la realidad. Si Dios se hizo hombre, y además niño, no fue fruto de un esfuerzo “titánico” para despistarnos; todo lo contrario, pertenece a lo más íntimo que hay en Él: simplicidad y sencillez. Simplicidad, porque Dios es lo más simple que existe (no tiene limitación material alguna, ni ha sido creado por nada anterior a Él); sencillez, porque la absoluta transparencia de Dios hace que su actuar sea sin doblez ni engaño… todo es verdad en Él.

Si Dios se hace carne, sólo desde el mayor de los anonadamientos (la humildad de un Niño, absoluta fragilidad e indefensión de cara a los hombres), es posible conocer su intención y lo que significa para cada uno de nosotros. Nos complicamos la existencia con razonamientos, problemas y dudas. Creemos que madurar es llevar una vida complicada, “llena” de responsabilidades y asuntos urgente. Pero, una vida llevada hasta ese extremo nos hace toparnos con la frustración de que es el tiempo y las circunstancias las que nos esclavizan y nos impiden llevar a cabo lo que sí es importante: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy. Dios, con su Encarnación, nos enseña a relativizar aquello que condiciona nuestra libertad y nos recuerda que sólo siendo niños seremos capaces de crecer hacia el conocimiento de lo que somos (hijos de Dios), nuestro verdadero origen (el amor de Dios) y nuestro último destino (la verdadera felicidad de la que nada ni nadie podrá arrebatarnos… y para siempre).

Hacerse niño es mirar el milagro de Belén y enamorarnos de lo que allí acontece: una entrega sin condiciones para que tú y yo podamos tocar al mismo Dios. Desde esa pequeñez es posible alcanzar la madurez de las cosas que valen la pena: generosidad de un alma que alcanza la plenitud de lo humano cuando se deja abrazar por el amor de Dios. María, la Virgen, contempla a ese Niño y pondera en su interior la gracia de la sencillez de Dios, llenando todos sus deseos e intenciones… ninguna otra cosa acapara su corazón.

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«Lo envolvió entre pañales» (Lc 2,7)

Toscos pañales serían aquellos que abrazaron por vez primera la carne infante de Dios hecho Niño. Preparados con mimo por el corazón expectante de la Virgen Madre, aquellos duros hilos tuvieron la dicha de arropar la carne santa del Verbo humanado. Jamás habría encontrado la Virgen Madre telas más dignas para acoger y cubrir al Verbo de Dios que aquellos rudos pañales que cubrieron de humana desnudez la naturaleza divina de Dios Niño. Las manos y el abrazo de María suavizaban la aspereza de aquellos hilos y cubrían de dulzura la soledad y pobreza de aquel pesebre de Belén.

Pañales de fría soledad, de escondido anonadamiento, de desnudez e impotencia, fueron aquellos duros y miserables trapos de la carne que arroparon el nacimiento del Verbo. Pañales de pobreza y de pecado son también los que arropan a ese Cristo que nace hoy en tu alma. Y, sin embargo, también en ti sigue la Virgen Madre abrazando y rodeando de dulzura a ese Niño que se hace carne en el pesebre de tu vida. Adora la desnudez de ese Dios que llevas dentro y no temas arroparle con los pobres pañales de tu alma. La belleza de aquellos rudos paños de Belén embelesó a los ángeles, que nunca pudieron abrazar, como ellos, aquella carne infante de Dios Niño.

Tu pobreza espiritual, tus pequeñas fidelidades, tus amores y cariños, tus lágrimas de arrepentimiento, tus deseos renovados de entrega a Dios, tus ofrecimientos, tus silencios y aceptaciones, son pañales toscos y rudos que arropan con la belleza de lo pequeño la desnudez de ese corazón enamorado de tu pesebre. Entrégale a la Virgen Madre esos pobres pañales de tu alma, manchados de pecado y de miseria, y deja que con ellos envuelva una vez más a Cristo Niño naciendo hoy en tu vida.

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Christus natus est nobis

Nos acostumbramos a no reconocer los prodigios de Dios sólo porque suceden revestidos de una prodigiosa e inaudita sencillez. El frío silencio de una pobre noche, que alberga en su seno la plenitud de los tiempos y el sentido profundo de la Historia. La exquisita filigrana de un corazón de Madre, que atrae sobre sí toda la complacencia y el amor del Padre. La débil desnudez de una carne humana, que es capaz de revestir de humildad toda la gloria y la trascendencia de Dios.

Conmueve profundamente la contemplación de esa carne infante, que esconde la grandiosa omnipotencia divina hasta el escándalo del anonadamiento. El corazón ha de hacerse pastor y peregrino ante este Niño de Belén, que trae en su carne la misericordia y el amor infinito del Padre. Acércate junto a José, a contemplar en el silencio de tu alma a este Dios que embelesa a los ángeles. Acurrúcate entre los pastores y ofrécele, como ellos, ese poco de amor que tengas para calentar las frías pajas de este oscuro mundo.

Ponte junto a la Virgen Madre, para arropar con Ella la débil desnudez de ese amor divino humanado. Besa las manos de ese Dios Niño, las mismas que un día te crearon, las mismas que habrán de acogerte cuando llegues para siempre a la casa del Padre. Aprende de aquellos animales del establo, entre los que el Señor quiso nacer, haciendo suya la humildad de su pobre condición de criaturas. Contempla la escondida pobreza de aquel establo de Belén, que en nada envidió la majestuosa y secular belleza del Templo de Jerusalén. Por ti, y sólo por ti, tu Dios se hizo carne de Niño. Adora, contempla y calla, porque solo el silencio que adora es capaz de hacerse eco de esta Palabra, hecha carne para ti.

A TODOS LOS SUSCRIPTORES DE LAÑAS, MATER DEI LES DESEA UNA ¡FELIZ Y SANTA NAVIDAD!

 

El cielo de Belén

Tengo mi cielo escondido en un pesebre. Mirada divina, sonrisa inefable, corazón tan humano de Dios que hablas a solas y en secreto. ¡Oh noche deseada por los siglos! Noche iluminada con la dulzura de la presencia del Verbo hecho Niño para el mundo. Prodigio inefable el de tu misericordia, que te mueve a venir a mí para transformarme en Ti. Noche luminosa y clara que revela en la pobre carne de un Niño las delicias de la Trinidad. En Ti, Jesús, dulce amor de María y de José, encuentro el cielo de mi alma.

Es mi cielo encontrarme con la mirada de mi Dios, sintiendo la suave intimidad de dos corazones unidos por la pequeñez y la pobreza. Es mi cielo esa sonrisa de infante que me invita a esperar en la fe oscura, a abandonarme en El con corazón de hijo, a sentirme amado y envuelto a raudales en la misericordia divina de cada instante de mi vida. Es mi cielo vivir para este Dios que amo y adoro cuando El quiere esconderse en la pobreza de mi carne pecadora. Es mi cielo callar agradecido ante un Dios que así se abaja y humilla por amor a mi nada. ¡Oh, Señor, Humildad enamorada de mi pobreza, que sepa ver torrentes de tu luz en la noche profunda de mi alma! Revísteme de tus armas para que a tus pies, en Belén, emprenda yo una carrera de gigante por el camino de la caridad. Mi cielo has de ser sólo Tú, Señor, mi Verbo humanado, que te encarnas en la tierra de mi vida, descansas en el pesebre de mi alma y te ocultas abajado entre las pajas de mi nada. Que viéndote Niño en mí, aprenda yo a adorarte en cada alma que pones a mi lado, en el camino de cada día. Que en cada hijo de la Iglesia sepa descubrir tu rostro de Niño eterno naciendo día a día entre las pajas de su vida. Que en ellos mire yo tus mismos ojos, aquellos con los que un día me enamoraste y hablaste en el alma.

Encuentro mi cielo en el corazón de la Virgen Madre, allí donde Dios guarda y contempla todos sus secretos. Corazón virginal de Madre que deshojas en adoración ante tu Verbo humanado pétalos de humildad, vacío y pequeñez. Tu regazo materno fue el cielo de Jesús durante su vida en la tierra. Tú eres también dulzura y alivio de cielo en mis noches de Belén, cuando mi Dios duerme, se esconde y calla en la desnudez de la fe. Humildad de un Dios enamorado de la debilidad y de la nada. Haz que sepa yo encontrar mi cielo adorándote en mi noche de Belén. Pobreza y vacío han de hacerme cada vez más hijo, más niño, como este Niño de Belén.

Abre, pues, tu corazón a este Verbo entrañable para que Él nazca en Ti y tú mores en El como en tu pesebre. Déjale a El hacer de ti un cielo de Belén y un pesebre materno para tantas almas huérfanas que buscan a Dios en la noche fría y solitaria de su alma. Déjale hacer en tu alma su cielo, santuario de intimidad con el Espíritu Santo latiendo al unísono con el alma de María. Ella también adora y ama en Ti a este Verbo eterno y silencioso hecho carne en Belén, que fecunda y consagra el seno materno de las vírgenes.

¡Oh fuente inagotable de amor! ¿Qué buscas en mí a cambio de tanta gracia? Todo es tuyo, Señor, todo cuanto soy y todo aquello con que te sirvo; y, sin embargo, más me sirves Tú a mi que yo a Ti. Que sea siempre ese mi único deseo: dejar que Tu, Señor, vayas haciendo de mi vida un cielo y sea yo un regazo materno, un pesebre de tu amor y tu consuelo para el mundo.

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El fruto de la modestia

El pudor es la reserva de lo que nos es más íntimo y que conforma, propiamente, nuestra personalidad… lo más nuestro. Por eso, en la modestia nos examinamos acerca de aquello que nos conviene, conforme a nuestra naturaleza, sirviendo verdaderamente de provecho en nuestro actuar original. De esta manera, la jactancia se encuentra lejos de la persona modesta. Sólo en el reconocimiento de que lo que tenemos es “prestado”, podemos reconocer que Dios interviene en nuestras cualidades y virtudes.

Cristo, con sus obras y palabras, quiere darnos a conocer hasta dónde es capaz de llegar la humillación de Dios; sin embargo, el corazón del hombre, en tantas ocasiones, se comporta como la dureza de la piedra, y por ello es incapaz de reconocer la presencia del Unigénito en el mundo de una manera tan “disparatada”… “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Filipenses 2,8).

La modestia nos pone a la altura de las circunstancias (frente a Dios y frente al mundo). Cuando hablamos de regular, normalizar, moderar, etc., parece que estamos levantando muros a la libertad de la persona o, más bien, encadenando sus inclinaciones. Pero, si somos conscientes, todo hombre necesita conocer el alcance de sus acciones para que, todo aquello que pone en juego, sea un verdadero perfeccionamiento de sí mismo, y no un atropello de despropósitos. La madurez humana (que es lo que está en el trasfondo de la modestia), es la manera de llevar a cabo el desarrollo integral de la persona (trabajo, educación, familia, sinceridad, obligaciones de estado…).

En definitiva, Dios necesita de lo que somos (no de lo que tenemos) para manifestarse tal cual es; y esto, sólo es posible desde la honradez y rectitud de nuestras acciones, consecuencias de la modestia, que es la señal por la que estamos conformados a nuestra propia naturaleza humana. Entonces -y sólo entonces-, seremos ya revestidos de la gracia del Espíritu Santo.

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Servir a todos

Servir exige la necesaria humildad de ponerse por debajo de otros. ¿Cómo tienes que servir? Como Cristo sirvió. Contémplale lavando los pies a sus discípulos: al que había de negarle, al que recostó la cabeza sobre su pecho, al que eligió para ser roca de la Iglesia, a los que se disputaron el primer puesto, al que le vendió por treinta monedas. Contémplale curando a los más necesitados, consolando a la madre viuda, devolviendo la vista a tantos ciegos, saciando el hambre de multitudes, predicando a todos las cosas del Reino. Pues bien, ninguno de estos servicios podrá jamás igualar en algo al mayor y supremo servicio de la Cruz.

No te importe dedicarte a tareas aparentemente inútiles o a ocupaciones que no te dan relumbrón ante los demás. No te importe hacer tu aquello que nadie quiere hacer. ¿Que terminan todos aprovechándose –incluso abusando– de tu disponibilidad? ¿Que van buscándote por interés o conveniencia y hasta se sirven de ti y luego te olvidan? Muchos de aquellos leprosos, ciegos, enfermos, que pidieron al Señor una curación también se acercaron al Maestro por puro interés y luego se olvidaron de El; algunos, incluso, estuvieron mezclados entre aquella turba que gritó crucifixión para el Señor el día de Viernes Santo. Si tu mayor o menor disponibilidad está, como una veleta, a merced de antipatías y simpatías, de políticas humanas, de la buena o mala opinión que te pueda proporcionar, del beneficio propio que puedas obtener, entonces tu actitud de servicio no irá nunca más allá de los límites de una miope filantropía que se va haciendo cada vez más egoísta. La verdadera caridad no se cansa de amar, en Dios y desde Dios. Y no teme servir hasta la humillación de la Cruz, si con eso imita en algo el amor de aquel Dios inclinado a lavar los pies de sus criaturas.

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