¿Dónde estaba el apóstol Tomás?

Había vuelto a lo suyo, a sus cosas y ocupaciones. Convivir con el Maestro, escucharle, estar con Él, sí. Pero los discípulos… Uno preocupado de la bolsa de dinero, otros preocupados de si los fariseos decían o no decían de ellos, otros buscando la ocasión de conseguir del Maestro el puesto a su izquierda o a su derecha. Judas acabó quitándose la vida después de haber estado tanto tiempo con ellos. Pedro era vencido a menudo por su genio y fuerte carácter. Juan, con ese fresco entusiasmo e ingenuidad juvenil, parecía estar fuera, muy fuera, de la realidad. ¿Cómo seguir con los Doce, tan toscos, rudos y cabezotas? Sin el Maestro ya no era lo mismo. El apóstol Tomás decidió que aquello no era para él y se encasquilló tozudamente en su cabezonería de querer tocar las llagas del Maestro. Si aquello que decían resultaba que era verdad, volvería a complicarse la vida. Tampoco los Doce se acordaban mucho de lo que el Maestro les había enseñado estos años de atrás, porque llevaban ya varios días chismorreando sobre Tomás.

El Señor esperó a que Tomás estuviera de nuevo con los Doce para aparecerse a todos. Si Tomás hubiera estado en su sitio, con los Doce, en el lugar en que el Maestro le quería, no habría perdido tanto tiempo defendiendo sus lógicos y humanos razonamientos. A Tomás le presentó el Señor sus llagas, para que las tocara y, viendo el gesto, los demás aprendieron del Maestro cuánta condescendencia y paciente misericordia habían de tenerse unos con otros. Más allá de lo que juzgamos en los demás como errores imperdonables, de las limitaciones personales, de los pecados y miserias que señalamos en otros, Jesús llama bienaventurados a los que creen sin ver. Que nuestra fe no sea una plancha de corcho que se mueve a merced de las miserias y virtudes ajenas.

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