Del orgullo de no dedicarme a tareas aparentemente inútiles, líbrame Jesús

Nos contagiamos fácilmente de los criterios con que el mundo mide la eficacia y la valía de las cosas y personas. Tasamos la importancia de las personas en proporción al cargo que ocupan, a su status económico, según la opinión de la mayoría, por los favores que nos pueden hacer. Hacemos depender el «ser» del «hacer», incluso en aquellas actividades y obras que realizamos en nombre de Dios y del Evangelio. Si midiéramos la vida de Cristo por el baremo de la eficacia según el mundo descartaríamos como tremendamente inútiles aquellos años de vida oculta en Nazareth, que ocuparon la mayor parte de su vida en la tierra, o juzgaríamos como absolutamente ineficaz el fracaso de la Cruz, en el que Cristo realizó la obra de la Redención.

No quieras caer en el engaño y en el espejismo del prestigio, de los honores, de los cargos ilustres, aunque te vengan en nombre del Evangelio. Tampoco desdeñes esas otras ocupaciones menos vistosas y aparentes, que nadie te sabrá reconocer y por las que, quizá, sólo cosechas incomprensiones o críticas. Basta que tus obras las conozca Dios y que actúes con sinceridad cara a Él, si quieres conservar esa auténtica libertad de quien busca sólo la eficacia según Dios y no según los hombres. Hablando a sus Apóstoles, el Señor les puso como modelo el insignificante grano de trigo, que se oculta en la tierra para ser fecundo, y la semilla de mostaza que, precisamente por ser pequeña e insignificante, es capaz de hacerse espaciosa y germinar en un árbol frondoso. No pretendas ser tú de los que corrigen el Evangelio, convirtiéndolo en un perpetuo Domingo de Ramos. Aquel borriquillo que llevó sobre sus lomos al Señor, cuando entró en Jerusalén, entre las aclamaciones de la gente, no creyó que tanta alabanza era para él.

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