Corazón sabio de Cristo, ruega por nosotros

“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos” (Lc 10,21). Sólo las almas sencillas saben captar, por connaturalidad, la simplicidad del ser de Dios. Aquellos que no se andan con complicaciones, ni con falsedades, ni con hipocresías, ni con rebuscamientos, ni con apariencias, aquellos que no se dejan encandilar por la falsa sabiduría de este mundo, por sus criterios y medidas, anticipan ya aquí en la tierra la posesión de Dios, y tienen asegurada su bendición. Toda la sabiduría del Corazón de Cristo estaba en “las cosas del Padre”. Corazón sabio de Jesús, que nos enseñas la verdadera ciencia, aquella que el mundo no quiere conocer, porque es la ciencia del pesebre, de la vida oculta de Nazaret, de la Cruz, del silencio del Sagrario, del escondimiento del sepulcro. Tu saber divino siempre confundirá a los poderosos y sabios de este mundo, empeñados en construir su propia ruina sobre el débil fundamento de su autosufiencia.

Corazón sabio de Cristo, que conoces como dueño todas las cosas. Sabes de toda mi intimidad más que yo mismo y, sin embargo, nunca violentas mi libertad. Iluminas claramente a aquel que te pide luz y tocas suavemente al alma que busca penetrar en las profundidades de tu amor. Conocer tu sabiduría es sobrevolar con señorío el paisaje de este mundo que pasa. Nada se escapa a tu saber y, sin embargo, quisiste hacerte hombre, Maestro sabio y bueno, para crecer en el conocimiento de lo que Tú mismo creaste. Quiero penetrar en ese abismo infinito de tu Corazón, en donde se encierran todos los tesoros de sabiduría y de ciencia. Sólo allí logra el alma saciar tanta sed de infinito y tanto deseo de Cielo, pues para esas alturas fue creada.

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