En el corazón de Cristo cabe todo. Plenitud total de un Corazón en el que lo humano y lo divino se hacen uno. ¿Cómo no asombrarme de experimentar en mi vida esa mezcla de barro y de cielo, de pecado y de gracia, de miseria y de grandeza, tan inseparable de mi condición humana? Cuánta desesperanza y angustia si sólo advirtiera mi pecado, y cuánta soberbia si sólo experimentara la gracia. ¿No es quizá un milagro, y hasta un don, poder vivir mi día a día en tensión amorosa entre ese continuo caer y ese continuo levantarse que tanto agrada al Señor? ¿No vivió así Cristo su día a día en la tierra, uniendo constantemente todo lo humano de los hombres, de mi vida, y todo lo divino del corazón del Padre?
Corazón de Cristo, enamorado de la pecadora condición humana, capaz de encerrar lo infinito y lo eterno en la caducidad de lo humano. Cómo te prodigas en delicadezas de misericordia ante tanta miseria y pecado personal, cómo te enamora esta humanidad, hecha para albergar tanta gracia y tanta gloria de Dios. En tu Corazón de hombre encerró el Padre todo su amor, guardado y contenido durante tantas eternidades. Sabedor de todas las miserias y grandezas de mi alma, gustas de esos pequeños amores, que acierto a darte entre tantos trajines y tareas de mi vida. Corazón tan divino y tan humano de Cristo, que me esperas y me encuentras en cada recodo de mi vida. Que yo aprenda de Ti a amar lo más humano y lo más divino de los hombres, pues todo lo abrazas con la tierna predilección de un Dios que no deja de hacerse carne, por el solo deseo de gustar y abrazar lo humano. No dejes que las cosas de Dios me aparten nunca de los hombres, ni que las cosas de los hombres me impidan amar las cosas de Dios.