Jesucristo fue anunciado por los profetas durante siglos. El pueblo de Israel esperaba un salvador, y esa salvación fue alcanzaba con la mediación de una criatura humana: María, la virgen de Nazaret. La conciencia que pudiera tener la Virgen acerca de su misión seguro que no la tendría de la noche a la mañana. Ese actuar del Espíritu Santo en su interior sería una tarea de años que, llegado el día de la Anunciación, le reveló plenamente su vocación como Madre de Dios, el Salvador.
Una vez más la paradoja de Dios confunde el saber de los hombres. Estamos acostumbrados a que cualquier anuncio que tenga una relevancia social esté avalado por la autoridad competente, y que los medios de comunicación difundan esa noticia para su pertinente repercusión. Sin embargo, lo que Dios comunica suele realizarse en los escondido y, curiosamente, la “repercusión” no alcanzará el sensacionalismo de lo superficial, sino que operará en lo más íntimo de cada persona. Ese es el plan de salvación de Dios. Iniciándose en el interior de María, la fecundidad divina sólo es posible cuando encuentra el abono necesario para que actúe el Espíritu Santo.
La humildad de la Virgen le hace llegar a ser la “llena de gracia”. Sólo desde esa predisposición es posible encaramarse hasta la cumbre del Gólgota, donde Cristo, su Hijo, se proclama Salvador del mundo. María intervendrá, desde entonces y hasta el fin de los siglos, como verdadera mediadora de esa salvación.