“Porque Dios no ama sino a quien vive con la Sabiduría” (Sb 7,28). La sabiduría siempre ha estado junto al prudente, y lo más sabio para el hombre es «saberse» querido por Dios. Por eso, San Pablo pone el fundamento de la sabiduría en la humildad, que es el verdadero conocimiento de Dios y de uno mismo: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios” (1 Co 1,27). Sólo el que es humilde, es decir, el que reconoce sus propias limitaciones, es capaz de ponderar con rectitud aquellos juicios necesarios para actuar con responsabilidad en el propio deber personal. No se trata de esa falsa humildad, que va pregonando con la boca su falta de cualidades, sólo por llamar la atención de la gente o mover a los demás a la propia compasión. Esta actitud, tan llena de soberbia, sólo sabe de sí mismo y se incapacita ciegamente para poder conocer algo de Dios. Ser sabio, además, es saberse signo de contradicción ante un mundo que, volviendo la espalda a Dios, mira con desprecio a la Cruz.
La acción del Espíritu Santo en María la hizo merecedora de una sabiduría capaz de discernir lo esencial de lo superfluo, lo permanente de lo caduco, lo divino de lo humano. Junto a la Cruz de su Hijo, escuchó a la única sabiduría que puede salvar al mundo: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Y todo lo meditaba en su corazón, porque es ahí, en el centro del alma, donde Dios da a conocer todos los secretos de su vida. Sólo en esa intimidad, en ese trato frecuente con el Señor, encuentra el Espíritu Santo el clima idóneo para entregar al alma las cosas de Dios. Él nos conduce hasta la verdad plena, entre las tinieblas y las oscuridades de nuestra flaca humanidad, hasta que lleguemos un día a contemplar el rostro glorioso de Cristo, en quien se nos da la sabiduría del Padre.
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